Por estos días, las redes sociales asustan. La violencia de género en Cuba y su expresión más cruenta, los femicidios, se posicionaron otra vez en el centro de algunos debates. Varias denuncias de asesinatos a mujeres -por razones de género, machistas, de control y acoso, por el hecho de que ellas eran mujeres- reavivaron las llamas de un grupo de análisis que definitivamente necesitamos, pero que deberían trascender los hitos noticiosos y la especulación mediática.
¿Estamos ante una ola de femicidios en Cuba? Es difícil saberlo, no conocemos si efectivamente están muriendo más mujeres, o si ahora nos enteramos más. No tenemos todos los datos que necesitamos. En 2019, el informe nacional cubano de cumplimiento de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible reportó una tasa de femicidios de 0.99 por cada 100.000 mujeres de 15 años o más durante el año 2016.
Antes, la Encuesta Nacional sobre Igualdad de Género (ENIG-2016) confirmó que el 39,6 por ciento de las mujeres entrevistadas había sufrido violencia en algún momento de sus vidas, en el contexto de sus relaciones de pareja. Esos y otros datos supusieron primeros pasos en un camino para incrementar estadísticas de este tipo en el país, pero ya se van poniendo viejos.
En realidad, los números no son lo más importante; basta con que muera una mujer para que nos preocupemos y busquemos soluciones. Pero a las puertas del 2023, necesitamos más estadísticas, públicas y oportunas, para retratar el estado real del problema más allá de matices e instrumentalizaciones. Necesitamos conocer las zonas donde sucede más, las edades de las víctimas y sus victimarios, los contextos que motivan estos hechos, para identificar las causas culturales y estructurales y diseñar estrategias efectivas contra ellos.
Más allá de las cifras, los acontecimientos recientes colocan bajo la lupa varios desafíos de Cuba para concretar escenarios más efectivos de prevención, atención y enfrentamiento a la violencia de género en todas sus etapas. Saltan a la vista protocolos que aún no se cumplen y otros que todavía no existen, la urgencia de una ruta integral de protección a víctimas que funcione, la necesidad de otras acciones pospuestas, como un buen programa de educación integral en género y sexualidad.
La prevención de la violencia de género debe comenzar mucho antes de que una persona –una mujer- necesite pedir ayuda. La aspiración sería que nunca necesitara pedirla. Para ello, tenemos que preguntarnos cada día, en cada espacio, qué estereotipo reproducimos; de qué maneras la violencia se va naturalizando en nuestras vidas, en las de nuestras hijas, sin apenas darnos cuenta.
Porque el principal problema de los femicidios es que no empiezan el día que una mujer muere, sino mucho antes, con todas esas prácticas más o menos evidentes que forman parte de los ciclos de la violencia. Entonces, ¿necesitamos una ley integral que centre la violencia de género como conflicto específico? Sí, debemos llegar ahí, tal como lo han reconocido especialistas en el tema y funcionarias de la Federación de Mujeres Cubanas en más de un espacio. Una normativa integral tiene una función de sensibilización y capacitación indiscutible. Pero si no atendemos todo lo demás, sería letra muerta. Porque la ley, el castigo, tienen que ser el último escalón. Las soluciones necesitan empezar mucho antes.
La batalla comienza con la prevención; con la visibilización del conflicto y el desmontaje de las circunstancias que lo permiten, con la publicación de estadísticas, con la articulación de servicios de atención a víctimas más efectivos, con la capacitación del personal de salud, de la educación, de la policía, de quienes operan las leyes; de quienes trabajan la comunicación, la cultura y tantos otros sectores. Comienza con una educación integral de la sexualidad que derrumbe estereotipos de género, dentro y fuera de las escuelas. Porque la violencia de género es un problema grave, con raíces profundas, que hiere y que sí, provoca todavía demasiadas muertes.
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